El monstruo de St. Pauli

El monstruo de St. Pauli (2019)

Morbo repulsivo.

Dirigida por Fatih Akin, El monstruo de St. Pauli (2019) se encuentra, sin lugar a dudas, entre las películas más difíciles de tolerar, y a la vez, entre las más repulsivas, donde la fascinación por el horror deviene en morbo hacia la violencia despiadada presente en los crímenes reales cometidos por Fritz Honka, un asesino serial alemán que durante los años ‘70 asesinó a por lo menos cuatro mujeres que trabajaban en la zona roja de Hamburgo.

Honka es un hombre jorobado, de rostro desfigurado, que babea y se retuerce con sus tics nerviosos. Su físico genera tanto disgusto que una de las prostitutas exclama que no sería capaz de orinar sobre “eso” ni aunque estuviese en fuego. Es sobreviviente de un campo de concentración ruso, y además de xenofóbico, es impotente, lo que agudiza la furia que descarga sobre las mujeres a las que posee como un mero objeto. Además de Honka, un catálogo de personajes miserables, entre ellos borrachos, ex militares desfigurados y prostitutas que frecuentan el bar El guante dorado, ilustran la absoluta decadencia social de la Alemania de la posguerra. 

Dentro de este mundo decrépito, Akin exhibe la monstruosidad del criminal con una narrativa realista que expone con detalle los crímenes terroríficos. Una interminable secuencia inicial donde el asesino descuartiza a su primera víctima es tan solo un indicio del horror que recién empieza, pues la violencia gráfica solo irá en aumento. En la fotografía, la utilización del fuera de campo ahorra, aunque sea con timidez, enfrentarse a los actos sádicos de Honka que ocurren fuera del cuadro de visión, o a través de la puerta entrecerrada del dormitorio. Pero si en lo visual existe una prudencia que parece medirse, el diseño sonoro estimula el asco y revuelve el estómago a tal punto que es posible percibir los olores ese espacio hediondo donde habita Honka, y donde sabemos que se esconden los cuerpos en descomposición.

También conocido como el destripador de St. Pauli, Honka no solo mataba a sus víctimas mujeres, sino que antes de morir, ellas también sufrían agresiones físicas y violaciones salvajes. Ya sin vida, sus cuerpos eran mutilados y desmembrados en trozos de carne que luego él escondería entre las paredes de su casa mientras sus vecinos de abajo cenaban plácidamente. Este personaje que invadía lo cotidiano, que vivía en el ático de una familia ordinaria, no resulta ser una simple pesadilla de la cual despertar, ni mucho menos puede leerse como el reflejo de los miedos de una época que se materializa en un ser bestial o ficticio, como suele ocurrir en el cine de terror. El destripador existió, y ahora perdura como espectáculo mediante la película de Akin.

¿Cómo es posible que existan hombres capaces de cometer dichas atrocidades? Si esta pregunta carece de respuesta concreta, y en la película es una arista no explorada, resulta aún peor asumir que el relato no se sitúa tan alejado a nuestra realidad. Historias de terror tan macabras como esta invaden las noticias locales frente a nuestros ojos vendados por la sociedad machista que se niega a asumir que el feminicidio es una epidemia,  y que esto asusta más que un personaje ya fallecido. Quizás en esto radica el valor de soportar, a costa de arcadas constantes, El monstruo de St. Pauli, como una advertencia a que monstruos hay miles, que ellos viven entre nosotros, y que, a diferencia de Honka, pasan desapercibidos. 

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