Veladores (2020)

Las huellas del desarraigo.

Hacia finales de los años 50 e inicios de los años 60, nacía el Movimiento Popular Colorado o MOPOCO, un movimiento disidente dentro del partido nacionalista. Como opositores a la dictadura de Alfredo Stroessner, sus integrantes se pronunciaban en contra del régimen reivindicando la libertad partidaria y nacional. Pero para consolidar un gobierno autoritario, todo disenso debe ser purgado. Una vez expulsados del Partido Colorado, fueron perseguidos, arrestados y hostigados al exilio. Aún así, y a pesar del destierro, la militancia prosiguió. Desde lugares remotos de la Argentina, intercambiaban cartas buscando con desespero alguna forma de acción política que pudiera derrocar al general. Frente a la dispersión que condenó a la insurgencia, y la tristeza asociada al destierro, Veladores reúne estas voces melancólicas en una película que convoca a la memoria y sobrepasa los límites del pasado.  

El tiempo, obrando por sí solo, ha trazado una distancia entre quienes fueron testigos de la dictadura militar paraguaya y entre quienes hoy intentan acercarse a ese pasado, a veces con una foto o un documento, a veces aferrándose a anécdotas transmitidas de boca en boca. En una búsqueda política que retoma la historia aciaga de un país que aún se desangra en su presente, la obra de Paz Encina acoge los vestigios de una época, los exiliados, los desaparecidos, los que aún esperan en la sombra. Pero la memoria colectiva es frágil. Es frágil porque es finita. Mientras intenta construirse dentro de los límites temporales y espaciales de su grupo, se evidencia la tensión entre la posibilidad de hablar de ciertas cosas sólo cuando existe un alejamiento entre ellas y uno, y la desaparición de quienes aún conservan estos recuerdos. 

Nelly Richard define a la huella como el trazo de un acontecimiento, una señal que queda impregnada en un soporte. La huella, argumenta, es el rastro de un pasado. Mientras la historia acumula documentos y archivos con la intención de transmitir una experiencia a las generaciones futuras, los dispositivos de registro y acumulación se ponen al servicio de una edición infinita del material que rescata a un tiempo del olvido, pero siempre ajustado al vocabulario mediático de producto y consumo. Si para Richard estos archivos están condenados por su incapacidad de devolver lo vivido, ¿es posible entonces que las huellas del miedo y de la tristeza se borren con la apatía que produce la distancia?

Las cartas que Encina recupera se despojan del carácter probatorio asociado al documento cuando habitan la gramática del presente. Las restricciones del encierro moldean los recursos narrativos que trazan la correspondencia entre los detractores mediante herramientas que demarcan una imagen austera pero no por ello menos sensible. En Veladores, lo narrado está tan imbricado con el artilugio fílmico que resulta impensable que este gesto político pudiera desplegar otra estética. Los personajes enmarcados por los límites de sus computadoras configuran una cuadrícula de rostros parlantes que conducen el relato con la lectura parsimoniosa de las cartas escritas hace más de sesenta años, letras que ostentan aún más años que sus -todavía- cortas vidas. En pantalla, estos actores adoptan el nombre de sus antepasados que aparecen escritos al pie del cuadro. Ellos acogen una identidad virtual de otro tiempo y hablan desde otras figuras, en reparo tanto de la carencia histórica como de la vivencia subjetiva. La transmisión de los recuerdos sucede en el plano digital, en un presente que convierte escritos en voces, y estas voces, en cuerpos. En las palabras, brota la impotencia frente a la inacción política, la desesperación frente al silencio, y el agobio que nada puede hacer frente a la separación de sus seres queridos. 

En tanto los píxeles de la imagen digital crispan la nitidez de las facciones, la huella de un pasado personal, que a la vez es colectivo, emana de sus intérpretes. La imagen compartimentada permite una conversación cara a cara cuando en los lamentos sopesa la soledad y las ansias de una presencia imposible. La cercanía en el cuadro del uno con el otro es ínfima, versus la distancia que viajó cada misiva, y el tiempo que hoy separa cada cuerpo extirpado de su tierra. Si el pasado respira, el trauma irradia el dolor del exilio en quienes heredaron no sólo un apellido sino un dejo de extrañamiento. Por otro lado, nuestra presencia frente a pantalla va más allá que un espectador; la familiaridad visual nos sitúa como partícipes del encuentro virtual. Los remitentes de otro tiempo se hablan y nos hablan a través de las cámaras encendidas, esta vez sin posibilidad de ser silenciados. 

El tiempo del relato se desprende de una interpretación cronológica. Compartir palabras escritas en el plano y manipular el orden de las oraciones refuta la noción del intercambio epistolar como algo estanco o incuestionable. Los meses se entretejen entre una respuesta y la otra, mientras la entonación de las voces transita entre la desesperación y la resignación, a veces con la presencia de solo dos o tres personajes que se comunican en código. Se habla de la falta de apoyo militar, de una declaración de Resistencia y de retornos fallidos. Pero el orden de los hechos interesa poco o nada, quizás porque el resultado de sus acciones es una utopía de mal sabor. Por el contrario, lo íntimo emerge de las voces que apaciguan sus propias inquietudes. Los deseos de buena fortuna o la preocupación por cada familia dejan traslucir la intimidad de las cartas. Por momentos, parecemos olvidar que no somos el destinatario de las misivas ni que las mismas fueran destinadas a ser leídas por terceros. Hoja tras hoja, los personajes dialogan de manera directa aún cuando el formato de la comunicación nos sugiere que entre una correspondencia y la otra pasaron días, semanas y meses.

Encina abraza la estética pandémica al servicio de la memoria colectiva. En la limitación radica la fuerza de su poética que se vale de los contados recursos de una videoconferencia para subsanar el lapso irremediable entre historia y memoria. Mientras la imagen se apaga con un lento fundido, el silencio deviene en una segunda puesta que matiza un tiempo sobre otro. Cuando la noche cae sobre Asunción, escuchamos las voces grabadas de Waldino Ramón Lovera y de su esposa mientras intentan cruzar la frontera de Paraguay, luego de más de dos décadas de exilio. La presencia de Lovera, a quien vimos mediante otro, se nos vuelve a rescatar en el presente. Vivimos el interrogatorio como sujetos activos. Percibimos temor, tristeza, hartazgo. El énfasis que recae sobre las palabras “ajustarse a la ley” amedrenta el retorno e intimida la libertad. La huella sonora de un tiempo repercute en las pérdidas que trascienden generaciones, en ese pasado que amenaza siempre con volver a pesar de la distancia, o, mejor dicho, que pretende volver cuando el tiempo haya domesticado el duelo. En ese plano fijo, alejado y silente, una sensación de vigilia y angustia supura de las heridas invisibles del desarraigo. Como el sonido eléctrico que viaja entre una pantalla y la otra, el pasado se permea en el presente. Arrojar un haz de luz sobre nuestras huellas sea quizás la única manera de apaciguar la aflicción del pasado, antes que nuestros propios pies se cementen sobre ella sin siquiera preguntarle cómo.

Bibliografía

Richard, N. (2021). Zona de tumultos : memoria, arte y feminismo. Textos reunidos de Nelly Richard: 1986–2020. CLACSO.

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