LOCARNO: Wet Sand (2021)

Dicen que la gente que vive cerca del mar es más feliz. Quizás esta felicidad se esconde en las olas, en su cadencia reconfortante que mece las noches. Quizás el consuelo resida en el alivio de saber que a una ola le sigue otra. O, quizás, el bálsamo de la vida costera es la insignificancia que recuerda el horizonte imponente en el cielo y que opaca nuestra existencia mundana sobre la tierra. Tal vez esto último sea cierto para mi, y en mi apetito por respirar aire con sabor a sal al menos una vez cada tantos años, pero en el pueblo costero de Wet Sand prima la infelicidad y el resentimiento; la cerveza siempre tiene sabor a pis, y un forastero siempre es un recién llegado por más décadas que hayan pasado desde su arribo. 

Lo primero que se ve y se escucha es un plano abierto del mar de noche, acompañado por un rasgueo melancólico. La luna baila sobre la espuma del agua mientras las notas apesadumbradas se funden con una voz tan profunda y áspera que pareciera anticipar lo irreparable. Un hombre escribe una carta y la usa para envolver un vino. Su actuar es un tanto precipitado, como si quisiera deshacerse de la tarea cuanto antes. Alguien golpea la puerta, se escucha otra voz, y una conversación escueta sobre la cena. Este hombre es Eliko, a quien una vecina lo encuentra ahorcado en la cocina de su casa al día siguiente. Más allá de las bromas infantiles, para los demás pueblerinos, su muerte es un alivio. Su carácter irascible y el hecho de haber cometido un suicidio son motivos suficientes para que lidiar con el cuerpo de Eliko sea un estorbo. Pero el regreso de Moe al pueblo, la nieta del difunto, supondrá un entierro dilatado, de exhumaciones y secretos. 

Situada a orillas del Mar Negro, en la comunidad georgiana donde sucede la historia, sus habitantes conocen más del otro que de uno mismo. Mientras una noticia en el televisor sobre la celebración pandémica del Día de la Familia -una festividad contrapuesta al día de la lucha contra la homofobia- es insignificante, los murmullos maliciosos viajan más rápido que las gaviotas. Pareciera que aquí los niños no crecen, y que los viejos ya nacieron viejos, cada quien con un rol que cumplir para sostener los prejuicios que dominan a sus habitantes, una masa que se mueve y obra en conjunto. A pesar del minúsculo tamaño de lo que es más un vecindario que una ciudad, la intolerancia se ha inmiscuido en cada uno de los hogares. Aquellos al margen de la norma son encasillados como los inadaptados, como Fleshka, de quien dicen que nació en el cuerpo equivocado, o Amnon, el dueño del café condenado a su soledad. No es sorpresa entonces que estos marginados hayan encontrado refugio entre ellos. 

Un país donde la represión a la comunidad LGBTIQ+ se traduce en asesinatos y linchamientos no es el mejor lugar para ocultar una relación entre dos hombres por tantos años. El sonido casi permanente de las olas deja de ser apacible para volverse un recordatorio punzante de que alguien más siempre está escuchando (o mirando). Del mismo modo, la utilización constante de planos abiertos sugieren personajes inmiscuidos con su espacio, un escenario que es sublime y agobiante a la vez, que oprime antes que permitir una libertad de expresión. Las acciones de los personajes de Wet Sand son mínimas, tal como el drama subyace sosegado bajo instantes de ternura infinita. Ante insultos degradantes, las reacciones se reducen a retiradas abruptas. Y ante la incomodidad, la quietud sostiene esas miradas impávidas que parecieran estar gritando en silencio. Pero en estos segundos que inmovilizan el tiempo, también brota el cariño, en ese beso temeroso, torpe, que retuerce el cuerpo ante la incertidumbre del amor. 

Si los cuerpos de los amantes son expulsados de la comunidad, la directora Elene Naveriani los redime y los vuelve a incluir en el plano. Hacia el final de la película, los personajes ya no huyen, sino que exigen su espacio y su presencia en la imagen, por más que todo alrededor esté ardiendo en llamas. Lo que había iniciado como un micro relato hacia la denuncia del conservadurismo de una sociedad, acaba abrasando los prejuicios con la tranquilidad aparente de las olas que erosionan los sedimentos sobre la costa. Si la infelicidad es el cáncer de la modernidad, quizás la felicidad no resida en el mar, sino en seguir una máxima simple, impresa sobre la espalda de una campera: “Follow your fucking dreams”. Y quién sabe, quizás alguien más nos siga.

*Parte de la competencia Cineasti del presente del 74 Locarno Film Festival

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