Esquí (2021)

La pista del descenso.

Había una vez un pueblo que habitaba entre ríos y montañas. Había una vez una lengua que como cualquier otra ponía nombres a los objetos que lo rodeaban. Había una vez un territorio donde la gente detrás de la montaña era uno mismo, no el otro. Y había una vez un hombre, de ascendencia europea, que se atribuyó el derecho de posesión sobre la nieve y las palabras. Y así, tal como si de una ladera nos estuviéramos deslizando, un árbol se convirtió en un leño, un leño en un listón, y un listón en un esquí. Los esquís. El esquí.

Ni Europa, ni Canadá, maravilla 100% argentina, anuncia un locutor sobre los paisajes de Bariloche. La ironía es sutil, pero no por esto inaprensible. Sobre las imágenes de un libro editado por la Federación Alemana para la Enseñanza del Esquí, la voz en off de una mujer emite instrucciones útiles para dar los primeros pasos con los esquís. Sus palabras extranjeras se propagan sobre imágenes desconcertantes, como un cuerpo inerte y un ser fantástico, que suspenden la clase teórica con indicios de una historia violenta asentada bajo el turismo exuberante de la temporada, una historia que tarde o temprano se irá resquebrajando. Esquí parte de la cumbre de la montaña e inicia un descenso estrepitoso desde el horizonte celeste y límpido al barro congelado donde los consejos sobre cómo girar o frenar ya de nada sirven. Desde las pendientes más empinadas, donde los deportistas ponen a prueba su destreza, se registran sus movimientos en cámara lenta. La experiencia perceptiva seduce a la vista, porque ante velocidades extremas observarlos en detalle y a un ritmo menor adquiere un efecto hipnótico, pero en los destellos de los fragmentos a venir, palpita la sensación de un mal augurio: este no es un documental sobre el deporte.

Con su recorrido en picada, la película conecta las voces detrás de los colores flúor y traza cada uno de los personajes que habitan los refugios subsecuentes, como si estuviera hurgando desde la superficie blanca a los huesos enterrados bajo suelo hace ya tanto tiempo que forman parte del magma de la tierra. De los turistas que visitan Bariloche como viaje celebratorio de fin del año escolar, al encargado de las telesillas y los niños que nunca esquiaron, cada parada articula un componente más en esta compleja red de apropiación territorial invisible tras las sonrisas de disfrute de las clases privilegiadas. 

La película es más sobre un lugar que sobre una actividad. No es un hecho fortuito que el título sea Esquí y no Bariloche, ya que en la elección del nombre, la sustitución del uno por el otro es tan agresiva como su historia misma: Bariloche queda reducida al esquí, y el esquí, una herencia impuesta que desplaza a los pueblos originarios en pos de la la explotación de la tierra, y obliga a quienes deciden quedarse a ceñirse a las reglas del juego. Los movimientos de cámara captan el desplazamiento de quienes trabajan en los resorts a sus hogares, y la sustitución gradual de los escenarios coloridos y de postal a sus viviendas. Bajo la sombra de la montaña, uno apenas alcanza a ver su forma. La fachada de la supuesta alegría queda tan lejos en este espacio gris que se vuelve inalcanzable, una ilusión que dictamina la diferencia tajante entre los unos y los otros. 

Filmada en 8 mm y en 16 mm, con la textura granulosa del formato analógico, Esquí se apropia de otros recursos y de otras historias para construir una memoria nueva en contraste con la visión romantizada de la conquista con sus pioneros idílicos como figuras de amparo. También ocurre una apropiación del lenguaje del cine, que usurpa elementos de diversos géneros, en especial del terror, y niega su pertenencia a una tradición heredada de los modelos de narración hegemónicos. Aquí, hay zooms rabiosos en sincronía con sonidos estridentes y hay yetis y fantasmas que moran las guaridas abandonadas. El carácter ficticio del relato viene dado por el componente sobrenatural de estos seres mitológicos a los que se les atribuye la culpa de ciertos accidentes, con la diferencia de que tanto al yeti como al fantasma se los presenta en la imagen tan pronto se habla de ellos. Si en la transmisión de estas historias fabulosas, lo desconocido suscita el miedo, en Esquí los monstruos son otros. O, mejor dicho, es un otro omnipresente. Es el sistema, es el gobierno, y es el estado que los cobija, que deja a su paso cuerpos con nombre y apellido, cuerpos que desaparecen y vuelven a aparecer con explicaciones tan inverosímiles como un hombre de capa negra que disfruta esquiar de noche. En la conjunción de la mitología con las historias y anécdotas que relatan los personajes, yace la advertencia de un riesgo aún mayor, el olvido, que arrastra a sus víctimas hacia el anonimato.  

Esquí es también un ensayo. Durante las entrevistas, los personajes repiten sus parlamentos y se equivocan, y por ende, se graban varias tomas con diferentes entonaciones de voz que configuran -en apariencias- una secuencia sin editar. A lo largo de la película, se está haciendo la película, e incluso se escucha una devolución crítica sobre el primer corte. Los recursos cinematográficos utilizados para hablar del cine genera una fricción entre el eje temático y un sistema de signos considerados por consenso como pertinentes para hablar de ciertos temas. En este sentido, Esquí es disconforme hasta con el lenguaje que propone. Y si de disensión hablamos, la presencia del director en una sesión de fotografías eróticas pone en manifiesto el cuerpo y la sexualidad como componentes inherentes a la lucha social y política. Frente a la represión de la gendarmería, la presencia del cuerpo y la pregnancia de una fotografía. 

Esquí es una película subversiva, con la potencia (y la urgencia) que le atribuye dicho adjetivo, en constante disputa con los fragmentos que la componen. Mientras el montaje enlaza imágenes en bucle con música electrónica, la conjunción de la denuncia social con astillas de una ficción imaginaria erige un frenesí visual y sonoro que deja en evidencia una ira pulsante que desconfía de todo, y una desconfianza que pone en crisis la identidad y el medio mismo que se elige para narrarlo. Había una vez un discurso dominante, que de un tiempo a esta parte, ya no tenía cabida. Había una vez un pasado oculto, un pasado al que el cine pudo acceder. Y había una vez un pasado que alcanzó al presente y transfiguró el futuro.

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