Taller de escritura de verano

Textos escritos en el marco del taller.

 

Desearte es trenzar el cuero. Sobre El poder del perro (2021) de Jane Campion.

Porque el recuerdo es un animal

que no acaba nunca de ser domesticado.

Rubén Bareiro Saguier

La nostalgia es una silueta agobiada, latente, conjugada en presente. Cuerpo sumergido en agua, ¿limpia pecados o se regodea en ellos?. Lo líquido como artefacto rudimentario atestigua eso que falta, el ausente, un pañuelo con iniciales bordadas como testamento.

Phil Burbank podría ser otro vaquero más, pero se arriesga: él sí recuerda, y su deseo es la postal que consigue salir a flote gracias a un amuleto textil. Es un animal que ruge en silencio. Recordar es parte del riesgo. Recordar es frotarse las carnes pensando en su mentor, apostando su piel lacerada por el sol y el roce de lo vacuno. Le enseñó cómo montarse a la vida desde una silla lustrada, mitad trono lascivo, mitad pedestal fetiche.

Y será el cuello lo erógeno de ese truco, frente a un presente que gotea su torso, que no se contenta con sus ojos cerrados, que pide como un dios cruel, más piel, menos sosiego, quizá más tiempo, quizá otro cuerpo.

Este ritual activa la sentencia de Preciado: “A veces se me olvida que soy un hombre”. Afirmación que logra este poder canino, activando la memoria gracias al ritual, al objeto recuerdo, desmontando una masculinidad tradicional fundada por el género western donde lo heroico encuentra su extensión: el falo erecto en los caños de pistolas, botas puntiagudas y lo retráctil que resulta el cuero al ser trenzado. 

Campion patea el tablero donde sus piezas inestables trazan otros derroteros, otras narraciones subalternas, con vacas, miserias y la sombra de un perro, que parecen controlar las pasiones en su laberinto, perversamente.

Eduardo Barreto


Ahendú nde sapukai, oigo tu grito, mantengo mi llanto en el sigilo.

Ante la primera imagen, solo silencio. A lo lejos en una colina, se vislumbra la silueta de un hombre parado a unos metros de su cabaña. Su mirada está fija al horizonte, parece estar absorto en sus pensamientos. Una leve brisa agita las ramas de un árbol que abraza su pequeña cabaña. Hace unos días, en una de sus habituales visitas junto a la peluquera del barrio, mi mamá se enteraba del fallecimiento de una conocida señora de la localidad. Lo triste de la noticia no radicaba en su muerte, sino, que ya habían pasado más de siete días, y ningún pariente o conocido se había acercado a retirar el cuerpo de la morgue, al parecer no tenía a nadie, ni un entierro ni velo. Se dice que tenía un hijo, y que este se perdió una vez creció.  

Comencé a recordar a la señora, ya que cuando iba a la escuela ella solía acercarse a mi casa a pedir medicamentos. Ella sabía a lo que se dedicaban mis padres, gracias al boca en boca de los vecinos. Sin embargo, para su infortunio, ellos nunca se encontraban cuando ella llegaba, y yo tampoco podía ayudarla. En ese entonces, no manejaba del todo bien los fármacos. Ella solía vestir de una manera reservada, usaba un vestido de tela junto con unas zapatillas, además de su bastón de madera, como símbolo de su vejez. Siempre andaba en zapatillas, hasta en los días de lluvia. A veces te ponía impaciente al ver cómo el barro de las calles, se apropiaban de sus pies. Tampoco le alcanzaba para más, ya que vivía de manera precaria, muchas veces dependía de la solidaridad de los vecinos.

En el cortometraje de Pablo Lamar, el viento que acaricia al árbol y al hombre, comienza a sentirse a través del sonido. El paisaje sonoro del campo junto con un canto melancólico  propio de estacioneros, acompaña a la imagen. La canción relata la historia de una pérdida, en este caso de María, que acababa de perder a su hijo. Mientras culmina el canto, el hombre se adentra a su cabaña. Entendemos que aquel coro de voces proviene del recinto. Más tarde, un silencio sepulcral se apodera del campo. Al costado de la cabaña, unos gansos se movilizan en fila india y a paso lento. Detrás de ellos, y de la misma forma, una multitud de personas abandona la cabaña, pero cargando consigo un ataúd ¿Será la esposa del señor? ¿O tal vez su hijo?, como en la canción. Una vez la multitud se pierde en el horizonte, aquel hombre ensimismado, sale de su cabaña, toma asiento, y observa desde lo lejos a aquella alma partir. 

Al final, para suerte de la señora, la peluquera junto con unos vecinos, organizaron una colecta para velar su cuerpo en la iglesia de la localidad, hasta consiguieron un ataúd, además de un lugar en el cementerio municipal para enterrarla. La canción narra que María pasó de llanto en llanto, rezando continuamente para que su hijo pequeño vuelva. En el caso del hombre, nunca sabremos si también cayó en el llanto, tal vez en un llanto silencioso, ahora lo único certero para él, es que aquella alma que contempló marcharse ya no volverá.

Gary Cáceres